miércoles, 12 de junio de 2013

Y al final del día ella recolectaba en su mente todo lo que había hecho. Apilaba los recuerdos, a veces los clasificaba por temas si se había tratado de una jornada atareada. Era casi un mecanismo automático. Apoyaba la cabeza en la almohada y sus pensamientos aparecían al instante.
Una noche eso no sucedió. Algo había cambiado. Ni siquiera el aroma que había quedado de la cena tenía sentido. Y encima, para su desgracia, ese día se le había acabado el chocolate, irremplazable fuente de placer.

Todavía sin poder dilucidar los motivos, se fundió en un sueño que sería tan profundo que iba a parecer eterno. Aunque tras despertar no iba a recordar nada, su inconsciente le dio las respuestas.
Ese día la rutina mecánica de su cerebro no había funcionado. En ese momento se dio cuenta, en medio de su sueño, que todo lo que había logrado en los últimos años había sido realmente importante. Cada minuto había valido. Cada día había sido clave para lo que había alcanzado después. Lo que nunca sabrá, porque jamás lo recordará, es que esa noche en la que su mecanismo no funcionó representará, por siempre y misteriosamente, la fecha a partir de la que podría descansar sin obstáculos, sabiendo que su mente ya había tocado su destino.  
El destino a veces es eso, algo tan trágico como inocente: poder descansar en paz.


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