Y al final del día ella
recolectaba en su mente todo lo que había hecho. Apilaba los recuerdos, a veces
los clasificaba por temas si se había tratado de una jornada atareada. Era casi
un mecanismo automático. Apoyaba la cabeza en la almohada y sus pensamientos
aparecían al instante.
Una noche eso no sucedió. Algo había
cambiado. Ni siquiera el aroma que había quedado de la cena tenía sentido. Y encima,
para su desgracia, ese día se le había acabado el chocolate, irremplazable
fuente de placer.
Todavía sin poder dilucidar los
motivos, se fundió en un sueño que sería tan profundo que iba a parecer eterno.
Aunque tras despertar no iba a recordar nada, su inconsciente le dio las
respuestas.
Ese día la rutina mecánica de
su cerebro no había funcionado. En ese momento se dio cuenta, en medio de su
sueño, que todo lo que había logrado en los últimos años había sido realmente
importante. Cada minuto había valido. Cada día había sido clave para lo que
había alcanzado después. Lo que nunca sabrá, porque jamás lo recordará, es que
esa noche en la que su mecanismo no funcionó representará, por siempre y
misteriosamente, la fecha a partir de la que podría descansar sin obstáculos,
sabiendo que su mente ya había tocado su destino.
El destino a veces es eso, algo
tan trágico como inocente: poder descansar en paz.
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